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viernes, 26 de diciembre de 2014

Los cuernos en el arte


Tan solo hay que acudir a cualquier revista de decoración para darnos cuenta del lugar que, socialmente, ocupa en la actualidad el animal de pezuñas y hocico (por distinguirlos de los restantes vertebrados; esos que caminan a dos patas y creen estar en la cúspide de la escala evolutiva).

  Parece que se ha puesto de moda el convertir el interior del hogar en un símil de cantina perdida entre dos pueblos de los bosques estadounidenses, o quizá, en una reproducción de lo que sería la sala de estar de Gastón: personaje de la Disney que trata de seducir –sin resultados− a la hermosa protagonista de La Bella y la Bestia, mostrando sus músculos y sus capacidades para la caza y el manejo de las armas como herramientas propias de la seducción masculina.

  Enormes cornamentas de ciervo (ya sean de origen natural, o replicadas mediante materiales modernos) se codean con los lienzos que la trending people cuelga en sus salones privados. Incluso pueden ser recubiertos los cuernos con un falso baño de oro, a modo de los antiguos rhytones de las culturas minoica y micénica, con el que adquieren una apariencia bastante espectacular y atractiva, estéticamente hablando.

  Esta práctica ornamental es “más arcaica que el hilo negro”, pues ya en el Neolítico, la cultura denominada Çatal Hüyük –desarrollada en la península de Anatolia− pendía de sus sacros recintos representaciones en yeso de cabezas de animales, a las cuales, se le agregaban los cuernos (en caso de que realmente el mamífero los poseyera) tras haber sido extraídos del mismo animal al que trataban de simbolizar y, que un día, estuvo dotado con la vida. Osos y cervatillos pueden ser algunos ejemplos, aunque el modelo animalístico producido por estos orientales que mayor trascendencia ha alcanzado dentro de la Historia del Arte es el bucráneo: manifestación plástica de la crisma del toro. Elemento que siglos después será, asimismo, utilizado −previo embellecimiento− por Roma; Imperio que recubrió sus edificios con unos mascarones en piedra de los que brotaban las flores, las plantas y la faz del vacuno.

  También los ya citados minoicos; civilización considerada como el origen de Grecia, y en cuyos parapetos palaciales externos colocaban a modo de remate los llamados “cuernos de consagración”: una simulación reduccionista de las astas de un toro, repetida decenas de veces hasta que la extensión total del muro quedara revestida.

  El recurso decorativo parece que ha llegado a nuestros días, viéndose trastocada la intención y el trasfondo, pues si el ser humano que vivió en la Antigüedad acudía al animal como deidad protectora, hoy se interpreta como justo lo contrario: la divinidad somos nosotros mismos, los que hemos conseguido someter a las fuerzas de la Madre Tierra, para luego exhibir su cabeza cual trofeo de campeonato, tal y como Perseo se erige, glorioso y triunfante, en la Piazza della Signoria.

  El sacrificio animal era común en el Mundo Antiguo, acción que queda justificada al tener en cuenta la mentalidad religiosa del coetáneo, quien ofrecía la sangre vertida a los dioses por miedo a sufrir determinantes represalias.

  Se suponía que habíamos evolucionado y trascendido, pero por lo visto, el cambio ha sido hacia la desconsideración y la falta de respeto. Asumamos que no tenemos la potencia y la fuerza vital de un toro, de un caballo, o de cualquier ser a cuatro patas que transpira vigor en las mismas cantidades que inocencia.

  En días como hoy, en los que los hábitats más cool han decido aceptar el papel de Museo de Historia Natural, y en los que se persigue, humilla, maltrata y vilipendia a un animal bajo el beneplácito de la tradición, tengo que decir, que me da vergüenza pertenecer a esta especie.

  No me extraña que caiga agua del cielo por primera vez desde hace largos meses en la isla de Tenerife (lugar desde donde escribo estas palabras), pues la triste jornada lo reclama.

David Rafael NoSanzio

Fuente: http://estetica-del-arte.com/2014/09/16/la-cosa-va-de-cuernos/

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